martes, 25 de noviembre de 2008

Texto del Mundo Cotidiano

La compuerta número 12
Baldomero Lillo

Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca; una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyóse un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.

Texto Mundo Maravillloso

LA PRINCESA INFELIZ

El príncipe Eseo y la princesa Lida se conocieron en un baile en la corte imperial. Él era apuesto y atractivo, heredero de un próspero reino, y las princesas competían entre ellas con la esperanza de que las sacara a bailar. Mas Lida, que además de agraciada era astuta y atrevida, ideó un plan para ser ella la elegida. Les dijo a las demás que se veía con él en secreto y que, por tanto, sólo podía pedirle a ella ser su pareja. Las damas, aunque dudaron de la veracidad de tal confesión, se encontraron confusas, y cuando Eseo habló con ellas, se mostraron más distantes de lo acostumbrado.
—¡Qué extraño! —pensó el príncipe—. La semana pasada, en el palacio de Kerak, eran todas muy amables conmigo, y hoy sucede todo lo contrario. No lo entiendo.
Lida aprovechó este desconcierto para acercarse a Eseo y entablar conversación con él. Estuvieron hablando un buen rato hasta que el príncipe, con una sonrisa, la invitó a bailar. Ella aceptó y ya no se separaron en toda la noche.
A partir de entonces, Eseo comenzó a frecuentar el castillo de la princesa, y pronto nació el amor entre ellos. Viajaron por múltiples lugares, tumbándose juntos en los preciosos campos de Melquisenet, visitando ciudades y pueblos, bañándose en las magníficas aguas de Ona y paseando por su larga orilla. Durante este tiempo comenzaron a intimar, y cuanto más sabían el uno del otro, más cerca se encontraban, pues se entendían a la perfección.
No obstante, pasado un año de alegres experiencias, una sombra se cernió sobre ellos. El padre de Lida debía ir a la guerra, ya que un rey rival le disputaba unas tierras bajo su jurisdicción. Desgraciadamente, se encontraba en inferioridad de condiciones, y por ello la princesa estaba muy preocupada.
—No te inquietes —la consoló Eseo—. Yo os apoyaré.
De esta forma, el príncipe reunió a su ejército y luchó sin reservar ningún esfuerzo. Con su ayuda, el monarca enemigo fue expulsado. Sin embargo, la campaña había tenido un coste muy elevado. Eseo había descuidado sus fronteras, y su reino fue invadido por un aliado de aquel al que había combatido. Se encontraba en una situación delicada, ya que difícilmente podría hacer frente a una nueva guerra. Le transmitió su preocupación a Lida, y ella guardó silencio.
Eseo partió, con la firme esperanza de solucionar este contratiempo cuanto antes, para regresar en el menor tiempo posible junto a su amada. Sin embargo, el conflicto se agravó, y nadie apostaba ya por la victoria.
—Excepto Lida —pensó Eseo—. Ella me dará fuerzas para continuar.
Así pues, decidió visitarla para elevar su ánimo, ya que iba a necesitarlo en este trance final, pero cuando llegó al castillo de la princesa, se le comunicó que ésta había ido a una fiesta del emperador invitada por el príncipe Benasar...

Texto Fantastico

El Espejo manchado

En la casa de mi tía Lila hay un espejo manchado.

Cuando le pregunté: -¿Lila porque ese espejo está manchado? Lila me dijo que porque era muy antiguo.


-¿Y porqué no lo cambiás por un espejo nuevo? Le pregunté. -Porque ese espejo pertenecía a mis padres, a mis abuelos y a mis tatarabuelos. Tiene mucha historia. No podría deshacerme de él.


Comencé a mirarlo más detenidamente.

-No te mires mucho en ese espejo. Dijo Lila.- Tu abuelo nos tenía prohibido mirarlo.


-¿Porque? Pregunté con curiosidad. -No conozco el porqué pero tu abuelo nos dijo que por culpa del espejo nunca pudo montar un caballo. Y a el le encantaban los caballos.


Decidí no hacerle caso y continuar investigando.

La superficie del espejo, o sea la parte vidriada estaba en buen estado. Pero del fondo del mismo parecían aflorar manchas de color plateado como si fueran flores. Estaba rodeado por un marco de madera que parecía más antiguo que el espejo mismo. Me miré. Hice muecas. Saqué la lengua.


El espejo parecía devolver una imagen deformada. Volví a mirarme. Yo no parecía tener diez años, sino más de dieciséis. Parecía mucho más alto. Mi cara era más delgada, mi cabello estaba más largo y hasta vestía de otra manera.


Tenía un arito en la oreja. Dije: -Hola y el sonido que me devolvió era grave y profundo. No era mi voz actual.

Recordé inmediatamente la charla que tuve con Chacho hacía unos días, cuando nuestros padres no nos dieron permiso para ir solos al cine. Los dos nos dijimos:- Cómo nos gustaría ser grandes para poder ir solos al cine.


¿Sería este un espejo mágico? Le conté a Chacho, y a él, que le gustaba todo lo que estaba rodeado de misterio, me pidió ir a verlo.

Los dos nos paramos como dos estúpidos, acercando nuestras narices contra el vidrio, mientras observábamos las manchas con detenimiento hasta opacarlo con nuestro aliento.

Al alejarnos el espejo nos devolvió una imagen nuevamente deformada. Yo estaba igual que ayer, pero vestido diferente y Chacho era más alto que yo. Tenía el cabello teñido con un mechón verde sobre la frente y usaba una campera negra de jean. Nos reímos mientras observábamos nuestro aspecto desaliñado
.
-¡Hablá! Le dije a Chacho.


Chacho preguntó: -¿Cuantos años tengo? El espejo devolvió la misma pregunta con una voz áspera y ronca. Chacho se quedó mudo del asombro.

De pronto apareció Lila y nos mandó cada uno para su casa.: -¡Basta de perder el tiempo con ese espejo. Tengo que salir y ya es hora de que preparen las tareas para el colegio!.

Al otro día estuvimos todo el día pensando en el espejo. Sin lugar a dudas tenía propiedades mágicas.

La duda de Chacho era conocer la edad que teníamos en la imagen representada y quería volver a la casa de mi tía a toda costa. Lila trabajaba todos los días y yo iba de visita una vez por semana.

A la semana siguiente ya Chacho había ideado algo. Lila se extraño de vernos otra vez a los dos. Nos apuramos a tomar la leche y nos sentamos juntos frente al espejo. Hicimos el mismo ritual de acercar nuestras narices para luego alejarnos a cierta distancia.

Esta vez estábamos vestidos con otra ropa. Chacho dijo: ¨tengo diez…años¨ y el espejo devolvió -Tengo diecisiete años- . Nos miramos asombrados y contentos. Habíamos logrado conocer la edad representada en el espejo.

Mientras caminábamos por la vereda nos preguntábamos que nos gustaría hacer cuando tuviéramos esa edad. Chacho era fanático de los aviones, y tirarse en paracaídas era su sueño. Yo pensaba que a esa edad tal vez mi papá me prestaría el auto y no bien llegó del trabajo le pregunté: -¿Papá cuando yo tenga diecisiete años , vos me vas a prestar el auto? Mi papá me dijo que si. -Si sacás el registro a esa edad, te lo presto. Pero ahora falta mucho para eso.-!Mirá la pregunta que me hacés!

Las clases terminaron, Nos fuimos de vacaciones y pasamos el verano despreocupados, disfrutando de la arena y del mar. Nos reencontramos nuevamente en el colegio y enseguida planificamos una visita a la casa de Lila.

-¡Otra vez los dos! ¿Vienen a verme a mí o al espejo? Preguntó.

Los dos corrimos hacia el espejo manchado e iniciamos nuestro ritual.

Al alejarnos el espejo devolvió una imagen que nos heló la sangre. Chacho estaba en una cama de hospital. Con una venda manchada de sangre en la cabeza y los ojos cerrados. Le salían cables y tubos en todas direcciones. Un aparato le sostenía una pierna en lo alto. Parecía un accidentado. Yo lloraba a su lado.

Salimos corriendo cada uno para su casa pensando en qué podría haber pasado mientras hacíamos mil conjeturas. Recién pudimos volver en dos semanas. No nos importaba el biscochuelo que Lila había preparado ni la leche chocolatada. Solo queríamos mirar el espejo.

Esta vez no pudimos vernos juntos.

-¿Qué habría sucedido?

Decidimos enfrentarlo de a uno por vez. Primero se enfrentó Chacho.

Chacho tenía los ojos abiertos pero parecía perdido. Seguía en la cama de hospital, pero sin tantos cables. Por lo visto había mejorado.

Luego yo. Mi imagen era triste, con los ojos vidriosos y enrojecidos. Estaba vestido con saco y corbata como si hubiera perdido los beneficios de la adolescencia para asumir responsabilidades de la adultez.

Me levanté, confundido y nos fuimos maquinando mil historias posibles.

Pensamos que ese espejo en lugar de ser mágico era maldito. ¿Qué sentido tenía querer saber cómo seriamos a los diecisiete años?. Nada nos aseguraba que ese espejo nos reflejara el futuro real. Todas esas imágenes podrían ser engañosas. Pero por las dudas le hice prometer a Chacho que jamás se tiraría de un paracaídas.

Fin

lunes, 24 de noviembre de 2008

Mundo Cotidiano



Este tipo de relato se caracteriza por la fidelidad a la realidad representada, es decir, la representación del diario vivir de cualquier persona en una epoca y una comunidad determinada. Se reconoce por la descripción objetiva y detallada de los objetos paisajes, acontecimientos y accones donde se desenvuelve los personajes. Son referencias que permiten crear la ilucíon de una realidad original y creible. El mundo representedo se centra en lo reginal y autoctono de un pa{is constituyendose en un cuadro de cxonstumbre en Chile este tipo de relato fue muy abundante a partir del siglo mediado XIV hasta el tercio del siglo XX.


Muchos de estos relatos abarcan visiones del mundo real urbano maritimos, mineros marginales y otros. Algunos autores representativos son: Valdomero Lillo, Mariano Latorre, Luis Durant y Marta Brunet.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Mundo Maravilloso


Lo maravilloso es una constante en la historia de la literatura universal, desde las narraciones miticas de las culturas antiguas o los mitos grecolatinos, pasando por los relatos biblicos. Se trata de una categoria estetica alusiva a un mundo que escapa a las leyes espacios temporales a las que estan sujeta los seres humanos y la naturaleza. Algunos ejemplos de este tipo de mundo son: las mil y una noche, los relatos de ciencia ficción y por supuesto los cuentos de hadas.


Mundo Fantastico


Esta modalidad de relato se caracteriza por trasgredir el orden racional de los acontecimientos. Este universo se relaciona con lo extraordinario y lo sobrenatural. Frecuentemente en la narrativa del siglo XX lo fantastico se hace presente por medio de relato de una situación cotidiana normal. Esta provoca en el lector un sentido de extrañesa, de sorpresa y de duda acerca del caracter real y fantastico respecto del universo representado. Grandes autores que han desarrollado este tipo de relato son: Franz Kafka, Jorge Luis Vorges y Julio Cortázar.


lunes, 17 de noviembre de 2008

Mundo Fantastico y Maravilloso

La fantástica pura, permite y tiene como causa el miedo, mientras que la maravillosa, no logra ese efecto. Tampoco es su propósito. Aquello que es fantástico va a causar terror en el lector y/o en los personajes.